Cualquier reforma que se emprenda en las organizaciones administrativas y en el resto de los poderes públicos debe asumir el cambio basándose en personas seleccionadas en concursos abiertos, con comprobadas capacidades manuales, técnicas o profesionales.
Por Orlando Vignolo. 01 agosto, 2018.En nuestro país, varios políticos y otros tantos estamentos sociales repiten desde hace buen tiempo que urge plantear un proceso de reforma coherente del Estado. Y, desde esas voces, se han originado “procesos” de todos los contenidos, impulsores y comisiones. Pero ninguno se ha referido al Estado, sus objetos fueron más bien modestos, puesto que se centraron en cuestiones exactas de las administraciones públicas o, con ya más dosis de heroísmo, intentaron cambiar a alguna puntual organización del poder público, como se pretende en la actualidad con el Poder Judicial. Por eso, la reforma del Estado constituye un concepto vacío y que no predica nada desde su grandilocuente nombre, haciendo falta siempre precisiones posteriores. A partir de lo indicado, en el presente escrito solo me referiré a nuestras organizaciones administrativas y a un aspecto específico de estas: el empleado público.
Ahora bien, al menos, en los últimos años he visto pasar muchos esfuerzos en ese sentido, algunos dedicados a simplificar pasos, otros a ganar eficiencia, transparencia, y en ciertos casos para alcanzar dosis de calidad en las heterogéneas actividades gestionadas por nuestras administraciones públicas. Principalmente, estos esfuerzos se han centrado en las organizaciones administrativas vinculadas con el Poder Ejecutivo (sin ser tampoco una muestra magistral o envidiable), quedando muy rezagadas las posibilidades de cambio en las municipalidades o los gobiernos regionales (omisiones que prueban que las mentadas reformas no son nacionales).
En todos los casos, los gobiernos que han intentado gestionar estos emprendimientos se han ocupado de las formas y no del fondo.
Evidentemente, los resultados no han sido los esperados, situación que se percibe en fracasos institucionales por extralimitación o por defecto en varios sectores de actuación sociales y económicos, una evidente falta de autoridad, en desmedro de pocas muestras de eficacia y eficiencia públicas que permitan un verdadero despliegue de los derechos ciudadanos y la correcta salvaguarda del bien común: el interés público.
Burocracia profesional
Pero ¿por qué el fracaso de estas sucesivas reformas administrativas? En todos los casos, los gobiernos que han intentado gestionar estos emprendimientos se han ocupado de las formas y no del fondo, dejando de lado las cuestiones relevantes alrededor del sujeto sobre el cual pivota cualquier organización administrativa: el ser humano que trabaja o labora en ella. Si se quiere, la trillada frase “reforma del Estado” solo es posible si se coloca en el centro de estos esfuerzos al ser humano que está puesto a su servicio. En suma, muy pocos se ocupan de los funcionarios y empleados públicos; a ningún político o líder de
opinión o persona con cierta influencia pública le parece bien hablar y defender la instauración de la burocracia profesional pues, evidentemente, muchos son los enemigos en la sombra y silenciosos de este esencial cambio. Estas anteriores razones han permitido que la implementación del servicio civil prácticamente se ralentice a niveles inconcebibles, sin que nada relevante se diga en contra. Y esto último no lo podemos permitir.
Frente a lo dicho, no me cansaré de repetir que cualquier reforma que se emprenda en las organizaciones administrativas, y también en el resto de poderes públicos, debe asumir el cambio tomando como base personas seleccionadas en concursos abiertos (no elegidas), con comprobadas y previas capacidades manuales, técnicas o profesionales, dirigidas, controladas y conducidas por los políticamente elegidos, pero no deudoras de su plaza a estos.
Esto permitirá que el seleccionado tome al empleo público como una forma de llevar adelante su proyecto de vida, pues deberá ingresar a una carrera o proyección de carrera muy particular, en la que prima una mística profesional distinta, ya que su vinculación y servicio exclusivo es hacia un solo fin: los objetivos de interés público.
Función pública
Entonces, surgen así los componentes esenciales de la función pública: ingreso por selectividad, vida profesional con proyección y visión finalista hacia el bien común por vocación y libertad propia; estos últimos son los elementos fundamentales que permitirán construir lo que no tenemos hasta ahora o que solo se encuentra parcialmente confinado a ciertas instituciones.
Ahora bien, no conseguir una burocracia con las anteriores características no permitirá afrontar los desafíos ineludibles que exigen nuestros ciudadanos a los democráticamente elegidos. Peor aún, mantener la actual realidad de inmovilismo podría llevar, como ha pasado en ciertos sectores sociales o económicos, al descalabro o la completa inactividad pública, a pesar de que pueda existir la voluntad general del Congreso de la República o del Poder Ejecutivo al aprobar una ley o pretender implantar nuevas políticas públicas. Si no se cambia la esencia y conformación de la función pública peruana, nunca se podrán alcanzar las metas reclamadas por nuestra sociedad. Por tanto, la madurez institucional que se reclama todos los días siempre parte y regresa hacia la función pública.
Compromiso
El compromiso principal de todo lo explicado es el del gobernante de turno. Sobre los hombros del Presidente de la República descansa la posibilidad de plasmar la garantía de la burocracia profesional que revolucione –en serio– a nuestras organizaciones administrativas. Más si la cobertura normativa del servicio civil ya existe y se han gastado muchísimos fondos públicos y recursos en el inicio de ejecución.
Por eso, vale la pena reclamarle por su nivel de transcendencia frente a los peruanos, pidiéndole que sus esfuerzos principales vayan dirigidos a darnos un logro de proporciones antes del bicentenario de nuestra República, esto es, el inicio de un modelo de empleo público que se construye desde un sistema libre de la partidarización, de la crematística del mercado y los legítimos intereses sectoriales; humanista, que sepa gestionar a sus integrantes desde los límites jurídicos, centrado en los derechos constitucionales adentro y hacia afuera; detallista y cuidadoso del servicio, que se ocupe de lo cotidiano con pasión, que le interesen los procedimientos como garantía, pues la legalidad y la eficacia van de la mano, que sea equilibrado ante los avatares democráticos y conyunturales, leal a la Constitución y, por sobre todo, que siempre aparezca guiado por la libertad con responsabilidad.
En suma, el legado que se exige al Gobierno no es de gerentes, gestores o expertos públicos, sino solo de funcionarios, de buenos empleados públicos.
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